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MONREAL Y ADÁN AUGUSTO: LOS PESOS PESADOS DE MORENA ENTRE INFLUENCIAS Y POLÉMICAS

Ciudad de México. — Ricardo Monreal y Adán Augusto López Hernández son dos de las figuras más visibles dentro del movimiento que gobierna México. Representan experiencia y lealtad, pero también arrastran un historial de polémicas que los colocan en el centro de la crítica pública.

Monreal: el político de muchos colores

Ricardo Monreal, actual senador y exgobernador de Zacatecas, ha transitado por casi todas las siglas políticas del país: PRI, PRD, PT y Morena. Ese zigzagueo ha sido interpretado como pragmatismo por unos, y como oportunismo por otros.

No son menores las acusaciones que lo persiguen desde su gestión en Zacatecas (1998-2004), donde se le vinculó con presuntos actos de corrupción en obra pública y manejo discrecional de recursos. A ello se suman señalamientos de nepotismo, al colocar a familiares en cargos clave.

Ya en Morena, Monreal ha vivido una relación ambigua: lo mismo negocia con la oposición en el Senado que confronta a su propio partido, lo que le ha valido críticas de operar más como interlocutor que como soldado de la 4T.

Adán Augusto: el leal operador del obradorismo

Adán Augusto López Hernández, exgobernador de Tabasco y exsecretario de Gobernación, se consolidó como uno de los hombres de mayor confianza de Andrés Manuel López Obrador. Su imagen pública, sin embargo, está marcada por la sombra de la subordinación total al líder de la 4T.

Durante su paso por Gobernación fue acusado de usar el cargo con fines electorales, recorriendo el país y construyendo su perfil presidencial mientras seguía cobrando como funcionario federal. En Tabasco, su administración también fue blanco de críticas por presunto nepotismo, manejo opaco de recursos y una gestión insuficiente frente a la inseguridad y las inundaciones.

Gobernadores y opositores lo recuerdan como un operador “duro”, más dispuesto a presionar que a negociar, reflejando la disciplina férrea que lo caracteriza.

Dos estilos, un mismo espejo

Monreal y Adán Augusto representan dos caras del poder en Morena: el primero, un hábil negociador que se mueve entre corrientes y partidos; el segundo, un hombre de confianza absoluta que encarna la continuidad del proyecto obradorista.

Pero ambos comparten un mismo lastre: las polémicas que los persiguen y que ponen en entredicho su papel como referentes de una transformación que, según sus críticos, se parece demasiado a los viejos vicios de la política mexicana.